Desde el jardín
Mayte se calzó la gorra deportiva calándola hasta los ojos. El sol picaba. Necesitaba ver bien y no hacer desastres; esa clase de confusiones propias de su atolondramiento por un lado y del brillo insoportable, por otro. «Lo único que me falta es arrancar el romero en lugar de alguna maleza», —se retaba para sus adentros. Provista de pala, rastrillo, guantes y balde se encaminó a su rincón preferido del jardín.
Junto a la llegada de la primavera sintió crecer unos bríos desconocidos. Ese año se animó. Su propia huerta comenzó con aromáticas. «Ya tendré tiempo de expandirme a otros rubros», —se reía con la ocurrencia. Su veta de empresaria arriesgada asomaba aún en sus actividades de ocio.
Se dirigió sin dudar hasta La Huerta, un rectángulo apartado en el rincón sudoeste del predio. Labró la tierra con esmero. Quitó las malezas, algunas tímidas briznas que, apenas asomaban eran removidas sin remordimientos. Se incorporó. Frotó su espalda dolorida por lo incómodo de la posición. «No soy tan joven», —masculló. Y, retrocediendo unos pasos contempló su obra. «El romero crece a pasos agigantados». Miró amorosamente los plantines de albahaca. Apenas acariciaba las hojas su perfume la invadía. Regresaba hasta la cocina de su abuela, a las pastas, a las salsas que la nona inventaba con creatividad y… ¡albahaca! Desde que ella volvió a su vida se convirtió en devota de la cocina mediterránea. No sólo eso. El berretín la llevó a probar tragos y, despreciando la menta, incluía la alhábega como ingrediente obligado. «¡Pobre Menta! Gracias por los servicios prestados»—, se debatía si quitarla, si dejarla un tiempo más, si ocupar su espacio con tomates.